LOS TRAZOS DE LA CANCIÓN Título original en valenciano: ELS TRAÇOS DE LA CANÇÒ |
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En el principio la Tierra era una llanura infinita y caliginosa,
separada del Cierlo y del Mar gris y salado y ahogada en un crepúsculo
sombrío. No había Sol ni Luna ni Estrellas. No obstante y a pesar de ello,
muy lejos, vivían los moradores del cielo; seres juvenilmente diferentes,
de forma humana pero con pies de emús, con cabelleras doradas que relucían
como telas de araña en la puesta del sol, atemporales y inmunes
al envejecimiento, que siempre habían existido en su paraíso verde y bien
regado más allá de las nubes del oeste.
Las únicas irregularidades que habían sobre la superfície de la Tierra eran
unos agujeros que se convertirían, algún día, en pozos de agua.
No había animales ni plantas peroalrededor de los pozos de agua se
apiñaban masas pulposas de materia: coagulos de caldo primitivo -mudos,
ciegos, desprovistos de respiración, ajenos a toda vigilia y sueño-
cadauno de los cuales contenía la esencia de la vida o la posibilidad
de convertirse en humano.
Pero a pesar de ello, bajo la piel terrestre centelleaban constelaciones,
brillava el Sol, la Luna crecía y decrecía, y todas las formas de vida
yacían amodorradas: el color escarlata del Clianthus speciosus, la
iridescencia del ala de mariposa, los bigotes blancos y vibradores del
viejo canguro... latentes como semillas del desierto que han de esperar
una lluvía peregrina.
La mañana del primer Día, el Sol experimentó el anhelo de nacer
(aquella noche le siguieron las estrellas y la Luna) irrumpió a
través de la superfície, inundó la Tierra de Luz dorada, y
calentó los agujeros debajo de los cuales dormía cada antepasado.
A diferencia de los moradores del cielo, estos patriarcas nunca habían
sido jóvenes. Eran seres claudicantes y exhaustos de barba gris, con
piernas llenas de nudos, y que habían dormido aislados a través de
los tiempos. Así fue como, en aquella primera Mañana, cada antepasado
dormido sintió como el calor del Sol le pesaba sobre los parpados, y
sintió que su cuerpo producía brotes. El hombre serpiente sintió que
las víboras salían reptando de su ombligo. El hombre cacatua sintió las plumas.
El hombre larva blanca de la acacia sintió un serpenteo, el hormiga de miel sintió
un cosquilleo, el Madreselva sintió que sus hojas y flores se desplegaban.
El hombre Rata-Canguro sintió que sus crías hervían debajo de sus axilas.
Cadauno de los seres vivos salió en busca de la luz del día, cadauno en su
lugar natal específico.
En los fondos de sus agujeros (que ahora se llenaban de agua) los patriarcas
movieron una pierna y luego la otra. Se sacudieron los músculos y brazos.
Levantaron los cuerpos a través del fango. Abrieron, con dificultad, los parpados.
Y vieron como sus criaturas jugaban al Sol.
El fango se escurría por sua piernas como la placenta de un recien nacido.
Después, como si aquello, fuera el primer llanto del niño, cada antepasado
abrió la boca y chilló: soy yo!, yo soy la serpiente... cacatua... hormiga de miel...
Madreselva... Y este primero soy yo, este acto primogénito de imposición de nombre,
se definió, entonces y para siempre, como el dístico más secreto y sacrosanto de
la canción del antepasado.
Cada patriarca (que ahora disfruta echado en el suelo), estiró el pié izquierdo y pronunció
un segundo nombre. Estiró el pié izquierdo y pronunció un tercer nombre. Designó el
pozo de agua, el cañar, los eucaliptos, designó a diestro y siniestro, haciéndolo a través
de la imposición de nombres y tejiéndolos con versos.
Los patriarcas hicieron camino cantando por todo el mundo. Cantaron los rios y las sierras
montañosas, las salinas y las dunas de arena, cazaron, comieron, hicieron el amor, bailaron, mataron:
fueran donde fueran, sus huellas dejaban un reguero de música.
Rodearon el mundo íntegramente en una muralla de música, y al finalizar, cuando la Tierra
había sido cantada, se sintieron exhaustos. Y volvieron a experimentar en sus piernas
la inmovilidad congelada del tiempo.
Unos se hundieron en el suelo, allí donde estaban. Otros se metieron en cuevas. Otros se
arrastraron hasta sus moradas eternas, hasta los pozos de agua ancestrales que los habían parido.
Todos volvieron "dentro".
BRUCE CHATWIN |